La desheredada del palacio
Carmita acaricia a la gata y cuida de su cría de mininos que siempre la acompañaron en la soledad impuesta a la ovejita descarriada de la familia Arenas Armiñán, mientras interpretaba al piano una pieza de su preferido Ernesto Lecuona. Cuando merodeaba por las afueras del Palacio de Arenas, solo los hermanos se asomaban en los balcones quizá para no sentirse avergonzados con la desterrada. Florinda, la madre, fisgoneaba detrás de los vitrales, y el patriarca de la familia andaba como alma en pena por los pasillos para guardar un objeto que era uno de sus sueños permanentes.
Sin embargo, ella no se conformaba con el confinamiento que le había impuesto su padre Valentín y la veíamos parada en la puerta de entrada del castillo embrujado, tal como conocían los pobladores en esa época la propiedad de estos descendientes de españoles.
Veo salir un haz de luz desde el vitral de la ventana del último piso, y la discordia familiar permanece en el tiempo cuando Carmita se trepó desde un balcón hasta el poste del tendido eléctrico contiguo, fuga tan espectacular como el atrevido modernismo arquitectónico de la época, construido en 1918 al estilo Neoclásico.Llegó a especularse sin mucho fundamento que tal construcción llevaría a la ruina al clan familiar.
Cuando traspapelo antiguos documentos encuentro que el abogado Arenas es considerado el padre del laicado cubano,pues creó la primera Asociación de Caballeros Católicos en Sagua el 24 de febrero de 1926, el mismo que decidió desheredar a la hija por romper la tradición y tener relaciones con un hombre de clase social inferior.Quizá se vea aún iracundo -en su despacho del bufete que se encontraba en el primer nivel del edificio- aquel señor que representó a Cuba en eventos religiosos dentro y fuera del país, graduado en la Universidad de Deusto y que recorrió Europa en viajes de placer.Tal vez ni se enteró que su hija intentó suicidarse enterrándose tijeras en el pecho, y
que Albertina, mulata de pelo entrecano y mucama de los señores, fue la única que no dejó abandonada a Carmita, la buscaba por alguna callejuela y le entregaba un paquete con comida o alguna ropa para que sobreviviera.En esta escena no hacían falta efectos especiales, brumas, gritos ensordecedores, ventanales a punto de estallar ni demás giros ya enquistados por el cine de terror: el fantasma venía desde afuera con la bandada de chiquillos que tocaban la manija leonada para que con el estrépito se asustaran los de adentro, los tres sobrevivientes solterones que hicieron el pacto de encerrarse para siempre.
La mayoría de los inquilinos del castillo decidieron emigrar por motivos económicos y por buscar más prosperidad acorde con su status, incluido el patriarca que se radicó en Venezuela en 1961.Los tres moradores que quedaron en el inmueble cerraron puertas y ventanas para así acentuar el aspecto fantasmal de la mansión, situada en las calles Padre Varela y Ramón Solís. Claro, salvo Carmita-la paria- que vivía en un apartamento con su jauría de gatos.
Desde entonces vivimos el colosal encerramiento y un halo de misterios y leyendas se había apoderado de este edificio, una reproducción de variantes arquitectónicas europeas, con once habitaciones y la singularidad de su decoración y el uso de elementos al ideal art nouveauliberty en los interiores.
Los colores vivos en la vestimenta estampada de esta señora demodé, alta, delgada, con su pañuelo anudado detrás de la oreja era lo que la diferenciaba en sus paseos por las calles de la villa .Iba muy maquillada y con los labios pintados con creyón púrpura, las uñas pronunciadas y se peinaba sus cabellos rubios para que nadie pensara que había perdido su donaire, su porte afrancesado.En su toilette jamás volvió a existír agua de colonia legítima, jamás hallaron empoderamiento en su flácido cuerpo el talco ni ninguna crema costosa, jamás ostentó alhajas de turquesas o brillantes; ni siquiera una bacinilla de plata para que los gatos hicieran sus necesidades.
Cada vez que la calle Solís me abre la senda de los recuerdos de aquella impenetrable y aristocrática propiedad de la Sagua de l918, retomo la pertinaz reivindicación de la dama despojada, observo las fachadas y el ornato de sobrio eclecticismo del monumental edificio (otro similar existe en Zaragoza), el modernismo de sus columnas y vanos, y no se ve borrosa la inscripción de su año de culminación, colocada en una lápida que forma parte del pretil.
Para salir un poco de esta descripción quizá estructuralista, recordamos el espectacular robo que perpetraran en el lugar un reconocido homosexual y sus compinches, subiéndose por el poste del tendido teléfonico (el mismo por donde se fugara Carmita) y se llevaron prendas de poco valor y algunos cubiertos antiguos. La gente no se extrañaba tanto de la cuantía del desfalco, sino del coraje que había tenido el maricón para encabezar dicha fechoría.
Rozamos aún las palmas de sus manos delicadas, recargadas con sonajero de esclavas y pulsos, como reclamando su entrada por el zaguán que vincula la escalera al segundo nivel del vetusto predio, regando la fragancia de aquel perfume comprado en la tienda La Habanera, no en una boutique francesa. Se fabula que Carmita hizo un pacto con los fantasmas y subía de nuevo por el poste y se dejaba caer en un balcón para disfrutar del espíritu romántico del sitio prohibido, atravesaba el angosto pasillo, cruzaba las habitaciones y a veces conversaba en las penumbras con al arquitecto italiano Capestani. Desde un salón del primer piso se oye aún el crujir de los planos y el español entrecortado del artista que revolucionó el urbanismo sagüero de principios del siglo XX.Empero, ningún historiador o curioso se acordó de registrar los nombres de los albañiles, los carpinteros o los cocineros que trabajaron en la obra, en esa ancestral volatilidad de los no protagonistas.
Me encantaban los desplantes de esta señora excomulgada, desplegando sus faldas largas, rosa malva, sus blusas escotadas y su andar elegante por el parque La Libertad, defendiendo la legitimidad de su clase social. U oir sus conciertos en casa, en la calle Colón, sentado en el parque cerca del Anfiteatro, interpretando a Prats, Roig, mientras sus fieles (y únicos) espectadores maullaban encima del piano.
No era difícil enamorarse de la locura de la Carmita que había perdido a su hijo pequeño, a la que se le esfumó el marido, a la que olía a gatos y no se avergonzaba de restregarse con los felinos en la casa que habitaba apartada de los suyos, sumida en los olores de las heces y orines de los animalitos, pero no ajena a su cariño y se dejaba pasar la lengüita por el rostro como tal vez se lo hacía un amante de ocasión.
Y me voy tras su desamparo, empujo la puerta del castillo y la veo entrar con su gata de ojos aceitunados en las manos. Albertina le ruega que no escandalice, que a los propietarios no les gusta que los molesten, que más tarde ella le llevará algo de comer. De nuevo en el umbral de la casona, se le resfría la espalda cuando siente las miradas que la centellean desde la altura.
Sigo en el deambular de Carmita, tras el forzado destierro de una de las hijas que habitaba aquella mole gris con su torre que despunta sobre el resto de los edificios. Ahora sopla un viento que estremece los ventanales del Palacio Arenas y se ve a Valentín que abre el candado del desván y oculta el busto de la soberana española en un escondrijo muy particular. Los sueños de una reina en la familia siempre lo dejaban intranquilo. Quizá pensó que ella podría haber sido la monarca de los Arenas Armiñán, miraba hacia el espejo apoltronado en una pared del inmueble y la veía posada con distinción en el remate del zócalo de escayolas. O se le escapaba a través de las cenefas caladas, o por los vanos y decoraciones de granito en las habitaciones principales del castillo que rompió moldes novecentistas
Me parece escuchar el taconeo de Carmita por la calle Padre Varela, talante de ciertas altezas que se siguen creyendo su linaje en ambientes palaciegos. O se barruntaba sus uñas largas y sus labios embarrados de creyón púrpura. No tuve el placer de disfrutar de los fantasiosos discursos sobre su vida, pues me hubiera enterado de las historias más inverosímiles de los enigmáticos Arenas Armiñán. Y, de paso, Carmita no me regañaría por tocar tantas veces la aldaba para que sus moradores salieran de esa enfermiza encerrona.
Recordamos su pobreza refinada y el estampido de los fuegos artificiales que anunciaban la celebración en el pueblo del tradicional carnaval, con la salida de carrozas y comparsas y demás atracciones. Su costurera le diseñó un vestido rojo y los transeúntes se quedaban en trance con el último grito de la moda y la aplaudían, sobre todo cuando se montaba en el coche descapotado y paseaba entre la multitud, mientras que el novio enjaezaba el animal y el vestido se descolgaba como encaje escarlata en el espaldar de la calesa para robarse el show del festejo.
Una gata maúlla frente a la fachada del Palacio de Arenas y ve a su dueña cuando arrastra las faldas de colores vivos y un resplandor penetra por los balcones. La felina se alisa las pestañas y aruña las paredes en coqueteo cuando ve a su cuidadora que le susurra algo a Albertina en el oído. La rodea con el pelambre y le acaricia las piernas y abre nuevamente los ojos aceitunados. Y a través de ellos ve cuando Valentín corona a Carmita y se oye un alboroto inusual en las ventanas del último piso, y se va con ella hasta el piano encolado para verla interpretar nuevamente Si me pudieras querer, remedando quizá a Bola de Nieve, con el consiguiente susurro de su coro de mininos en la altea del instrumento. Acabado el hechizo, la sirvienta recoge pedacitos de excrementos gatunos que quedan en las orladas lozas de la habitación y la despide cuando su chica preferida se vuelve a recoger en la danza de las omitidas.
En las noches, cuando la luna se posa sobre la terraza, desplazándose desde un balcón que se alarga hacia la calle Solís, se pueden observar las siluetas de padre e hija, en haz multicolor que traspasa los vitrales del Palacio de Arenas.
Tomado del perfil de Facebook de Don Alberto Gonzáles Rivero ,escritor y periodista.
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